COLECCIÓN: Colección Sin Fronteras || EDITOR: Dolmen Editorial (Palma de Mallorca, Islas Baleares, España) || GUION: Don Moore ||DIBUJO: Austin Briggs ||TRADUCCIÓN: Rafael Marín || FORMATO: Cartoné (tapa dura apaisado), 112 pág., il. col., 22 x 29 cm
Tras devolver el reino de Trópica a la reina Desira, Flash Gordon, Dale y Zarkov regresan a la zona del planeta Mongo donde corrieron sus primeras aventuras, la misma parte del planeta que consiguieron liberar de la dictadura del emperador Ming.
Pero las cosas han cambiado en su ausencia. Un nuevo enemigo aparece en escena, Kang el Cruel, hijo de Ming, que se ha hecho dueño del poder y espera como una araña para destruir a los terrícolas.
Flash se enfrenta a nuevos peligros, a criaturas monstruosas, a reinas caprichosas... ¡Y a la terrible energía atómica!
Cuando Alex Raymond fue llamado a filas en 1944 y pasa parte de sus dos años de servicio militar en la marina del Pacífico, dejó a sus dos personajes, Flash Gordon y Jungle Jim, huérfanos.
Las dos series quedaron en manos del ayudante de Raymond, Austin Briggs, que ya trabajaba como entintador y que lo había sustituido durante unas semanas cuando el creador original enfermó de neumonía. Su presencia en las dos series se había ido notando cada vez más, pero Briggs (que ya se había encargado de X-9 Secret Agent y de las tiras diarias en blanco y negro de Flash Gordon, donde se vio obligado a remedar poses y viñetas de Raymond) se encontró de pronto con la serie en las manos… y a medio desarrollo de la aventura.
A partir de entonces, y durante cuatro años, Austin Briggs, con guiones de Don Moore, sería el dibujante de las páginas dominicales (las tiras diarias fueron sacrificadas y cedieron su sitio a una nueva serie: Johnny Hazard), aunque ninguno de los dos llegaría a firmar nunca su trabajo.
Briggs no es Raymond, desde luego, aunque triunfará donde Raymond quizá siempre soñó triunfar: en el difícil campo de la ilustración. Pero se agradece que no intente remedar al maestro y que busque una estética propia que no beba en demasía, como ya había hecho en las tiras diarias, de lo que ya había explorado y dibujado su jefe y precursor. Este Flash Gordon no es tampoco el mismo Flash Gordon de diez años atrás, porque el mundo ya no es el mismo y ya empieza a notarse el cambio que se acentuaría con el final de la guerra.
Las historias son ya más cortas, capitulares: hemos dejado atrás la novela-río y las aventuras de Flash y Dale Arden (el doctor Hans Zarkov aparece y desaparece a conveniencia) los llevan a enfrentarse a la misma fórmula con variantes: reino desconocido, bella reina o princesa que se enamora de Flash, consorte o príncipe que se enamora de Dale, el clásico malentendido y el agradable final feliz. Todo sazonado con los elementos de fantasía característicos.
Pero hay algo más: Flash y compañía parece, de pronto, que han dejado de ser terrícolas. Se identifican como mongovitas y se recupera aquella presidencia de Mongo (que a partir de ahora no será un planeta, sino una región del mismo) que quizá fue el momento en que la serie perdió su rumbo inicial. También, quizá influida por los acontecimientos del mundo real, a los que se adelanta durante los años que resta de guerra mundial, se acerca por primera vez al terreno de la ciencia ficción que luego harían suyos los sucesivos autores de Flash Gordon, primero Mac Raboy y luego Dan Barry: a los adorables cachivaches de nombres ridículos los sucede el poder del átomo.
Es una especie de obsesión en estas historias. Bombas atómicas, pistolas atómicas, la energía atómica como cornucopia maravillosa que los hará a todos libres… y que no tiene efectos secundarios, quizás porque aún se desconocían, aunque hay un momento en que Flash alerta que no se acerquen demasiado a la zona donde ha estallado uno de los cohetes porque puede haber contaminación radiactiva. La guerra nuclear es blanca e incruenta, y aunque no vemos claramente los hongos atómicos, parece que puede escaparse de la onda expansiva a la carrera. La única concesión al peligro nuclear (que se haría ya más patente en los años cincuenta) es el reconocimiento de los problemas que ese mismo arsenal atómico del que disfrutan los buenos podría causar si cayera (como cae) en malas manos. En este caso, las de Kang, un hijo del emperador Ming del que no sabíamos nada hasta este momento y que se convierte en el villano recurrente de estas historias durante unos años. No es difícil ver en Kang una puesta al día del «peligro amarillo» que había creado a su excelso padre y que aquí se suma además al temor de que Hitler pudiera haber sobrevivido al búnker y al incipiente pánico al despertar atómico de Rusia y China.
Casi de un plumazo, Briggs y Moore eliminan el plantel de secundarios a los que de tarde en tarde había recurrido la serie (el príncipe Barin de Arboria, la princesa Aura hija de Ming, Vultan el monarca de los Hombres Halcón, la reina Fría del reino helado de Frigia) sin que sepamos sin han sido ejecutados o no (como tampoco supimos nunca qué fue de Ming, quizá porque los textos se encargaron de no aclarar que había sido abatido por el disparo del oficial que salva in extremis la vida de Flash). El tablero ha cambiado de forma absoluta: Ming se da por muerto y su hijo, como un Nerón con bigotillo imperial, demuestra ser igual de diabólico que su progenitor, aunque no esté a la altura.
Flash Gordon entró en una nueva etapa. Mal no debieron hacerlo en ningún momento cuando la serie sobrevivió durante tantas décadas.