Una cárcel, dos convivientes: un homosexual, un militante revolucionario y un Estado que se organiza en torno al disciplinamiento ideológico de los cuerpos. Un Estado capitalista que practica el castigo disciplinario para aplacar la disidencia y fortalecer un discurso y una política de clase. Quienes ostentan el poder, deciden sobre la vida de los prisioneros; y la duración de la estancia depende de la opinión de los profesionales que implementan los mandatos culturales, morales y sociales del sistema capitalista y heteropatriarcal, para perpetuarlos y, a su vez, aislar y hacer punible cualquier rasgo emergente que cause un desequilibrio en los pilares del sistema social y económico.
Valentín y Molina, los protagonistas de la novela, transcurren prisioneros y comienzan, al mejor estilo de un diálogo socrático, a interpelarse desde sus subjetividades. Puig elige crear una situación ideal en la que un militante revolucionario y un homosexual puedan iniciar un intercambio personal, como si lo hicieran bajo la consigna de las feministas de los 70: “lo personal es político”. En este sentido Molina se narra a partir de diferentes películas de clase B, posicionándose desde un lugar más personal, más experimental y subjetivo. Su contrapartida es Valentín, quien desautomatiza el procedimiento subjetivo del lenguaje de Molina intentando darle una explicación racional destructora de mitos sociales. Un homosexual que representa la sentimentalidad, la delicadeza, el deseo y el cuidado materno y, por otro lado, un militante marxista que representa la objetividad, la racionalidad y la disciplina. Si bien uno podría pensar que la figura del homosexual representaría la feminidad y la de Valentín la masculinidad, en el devenir de la novela las representaciones van mutando y se complementan entre sí.