No data de ayer, señorita, la convicción de que he de vivir solo en el mundo. Y esto procede de que he sido siempre muy exigente, y he tenido la extremada pretensión de que aquella que compartiera mi soledad debía amarme. No, si en este momento piensa que quiero que me recreen los oídos, se equivoca. El asunto es sencillo y se explica con extrema facilidad. Sé que encontraría a muchas muchachas ansiosas de una tutela, y que si la ejerciera sobre ellas sentirían un agradecimiento que, con el tiempo, se convertiría en un pretendido amor. Pero esto no me basta. Y aunque renunciara al amor sentimental, la mujer a la que lo inspirara con mi «interesante» rostro, demostraría con esto sólo tener tan mal gusto, que no serviría para compañera de mi vida. No, he querido aludir a aquella inclinación más profunda, más espiritual, que ha unido la suerte de algunas mujeres a hombres todavía más feos. El caso es que esos hombres poseían algo que yo no tengo: una personalidad.