Imaginémonos una de esas fotos en que se presenta ya casi como un bebé, chupándose plácidamente el dedo, flotando suspendido sin gravedad en el líquido amniótico, mientras que la membrana que lo contiene define bien claro ese espacio esférico ideal, silencioso, blando, cómodo, cálido, matizado, sin estridencias ni contrastes fuertes, con las sensaciones del paraíso como refería Salvador Dalí en sus recuerdos intrauterinos: ciertamente, se trata de la casa perfecta. (1) Entonces, ¿por qué cuesta tanto que el ser humano se aproveche de las lecciones que de manera tan solícita nos imparte la naturaleza? Más aún, nunca como ahora el ser humano se ha hecho sordo al grito de la naturaleza y ciego al gran libro que esta supone. Y es que ella nunca impone nada, sólo está ahí, siempre, por si alguien quisiese hacerla caso. Pues nos dice incansablemente cómo es mejor que vivamos, cuál es el mejor hábitat, qué es lo mejor que nos puede rodear. Así, nos muestra la casa perfecta, pero nosotros nos empeñamos en vivir en cajas, y la casa no es una caja. Aunque no con demasiado éxito, por suerte, no han faltado personas de alta inteligencia y fina visión que han hecho ver al resto de los mortales la importancia de determinadas aproximaciones a la naturaleza, desde Antoni Gaudí hasta Salvador Dalí, pasando por gente como Friedensreich Hundertwasser, los land-artistas, los que han empezado trabajar con seres vivos para una mejora del acondicionamiento de la arquitectura, ya sea construyendo cubiertas verdes o fachadas vegetales, etc.