Editorial Alhulia 2001
556 pag.
Cuando en 1981, con la osadía de los veintiséis años, comencé a traducir Las flores del mal, no era del todo consciente del desafío a que me estaba sometiendo. Había leído el texto en francés con la veneración y el arrobo del joven que encuentra en esos versos la llama punzante del poeta rebelde ante el mundo y su propio acomodo, que advertía en la inmundicia urbana la grandeza de un misterio, que hacía de su crápula el insólito ejercicio de transformarla en palabra imperecedera, y que la construía en el sólido edificio de una obra concebida arquitectónicamente, más allá del sentimentalismo romántico, instaurando así meros cimientos de la modernidad poética.